martes, noviembre 06, 2007

La Cancha

Los argentinos viven el fútbol con más pasión que en cualquier otra parte del mundo. Ir a “la cancha”, como llaman al estadio, es un ritual de miles de fanáticos cada fin de semana. El lugar sagrado. De donde se sale sin voz. Donde se llora. Donde las uñas sufren cientos de mordiscos por segundo. Es el mejor sitio en el mundo.


Debo haber tenido una de las infancias más afortunadas. A pocos pasos de mi casa en Puerto Varas había una cancha, que al igual que en Argentina, le decía La Cancha. “Mamá, me voy a La Cancha”, solía decir cuando llegaba del colegio. Los fines de semana mi mejor panorama era ir a pelotear ahí. Muchas veces solo. Pateando el balón hacia un arco vacío. Una imagen inolvidable.

Las nubes negras y gordas, cargadas de agua. Un día oscuro. El pasto mojado. Una poza gigantesca con barro en el sector del pórtico. Me alejo unos 15 metros. Donde debería empezar el área. Chutéo con todas mis fuerzas, pero el agua dentro del cuero y mis piernas flacas hacían que la pelota quedara estancada en el lodo. Sin importarme caminaba por ahí con mis zapatos marca Lotto de seis pepas y rescataba tan precioso juguete.

Pasaba más tiempo ahí que dentro de mi casa. No importaban las tormentas ni el frío. Bastaba una bolsa de plástico del supermercado bajo los calcetines para evitar el agua en los pies. Tampoco importaba la caca de vaca en el terreno de juego. Porque como se ve, La Cancha estaba en un potrero. En una pampa donde el dueño del campo ponía animales de vez en cuando. Lo que era bueno porque así cortaban un poco el pasto.

A veces jugaba con un amigo. Menor que yo y que sigue viviendo junto a La Cancha. Llegaba afuera de su casa, siempre con la pelota en los pies y le gritaba “Ricardo”. Salía rápido y se alistaba a jugar aunque sea con botas de goma para evitar el reto de su mamá después. Lo más entretenido para jugar de a dos era tiros al arco. A los cinco goles cambiábamos de portero. Estábamos horas así. Hasta que la pelota ya no se veía y el frío era aterrador.

Fue en “La Cancha” donde empecé a conocer el fútbol por dentro. Su ambiente y su vida. Como estaba dentro de un campo, los trabajadores iban a jugar ahí en las tardes de verano. Todos los días de siete a nueve o diez de la noche. Y en febrero o enero solía tocar una fecha del campeonato rural de fútbol ahí. En La Cancha. Un torneo con todas sus letras. Pero al estilo campestre.

A eso de las 10 de la mañana de un domingo empezaba a llegar la caravana de equipos. No recuerdo cuántos jugaban cada fecha. Imagino que unos seis. Durante todo el día se disputaba a muerte un cordero que observaba impávido los partidos. El cuadro vencedor degollaba al animal para disfrutarlo con vino y cervezas junto a los familiares.

Esta cancha es muy especial. Tiene a un costado una pampa con pendiente que las hacía de galería. Los arcos de troncos sacados de algún bosque cercano se adornaban como nunca con una vieja malla amarrada con pita a los palos. Las líneas del área, mitad de cancha, costados o fondo, simplemente no existían. Todo al criterio del árbitro.

Discusiones, peleas, gritos de esposas desesperadas. Terminología que me costaba entender. Apodos divertidos y originales. Convivían durante todo un día. Yo mientras tanto observaba en silencio desde atrás de un arco. Imaginándome dentro de La Cancha.

Esos días de verano fueron quizás los mejores de mi infancia. Después de la playa me pasaba a La Cancha. Como a las siete llegaban “los grandes”, como llamábamos a los trabajadores. Un día me invitaron a jugar con ellos. Era como un sueño. Jugando con el Polilla, con Ramón, con Pititore, con Chimenea. Para mí era lo más cercano al fútbol profesional.

Jugué varios veranos con ellos. Cuando tenía 17 ya podía codearme con las figuras. Podía gambetear a uno o dos. Intentar un gol de larga distancia. Reclamar lo que era injusto y soportar las burlas de un grupo de campesinos del que yo, sin duda, fui parte.

En La Cancha aprendí la picardía del fútbol. La convivencia. El miedo. Las alegrías. El dolor. El trabajo en equipo. En pocas palabras, en La Cancha aprendí a vivir.